sábado, 14 de junio de 2008

China en el siglo XXI

por Miguel Donayre Benites

El futuro de China va a ser una de las grandes cuestiones del siglo XXI. El éxito o el fracaso de su experiencia de desarrollo económico y político va a influir de manera decisiva en los equilibrios venideros. De ahí la necesidad de comprender mejor este proceso y contribuir a su desenvolvimiento.

China, con 1.300 millones de habitantes, es el país más poblado de la tierra, representando el 21% de la población total de un Planeta en el que más de la mitad de sus habitantes son asiáticos. Pero, aunque los avances económicos de China son espectaculares, su PIB sólo es el 4,1% del Producto Bruto Mundial; lo cual revela los desequilibrios que existen entre población y riqueza, en un mundo en el que los Estados Unidos de América, teniendo el 4,7% de la población mundial, acumula el 31,7% del PIB. O, para expresarlo de otra manera, mientras la renta per cápita de los norteamericanos era de 37.610 dólares, de acuerdo a los datos del Informe del Banco Mundial de 2005, los chinos tenían 1.100 dólares.

Las dos grandes cuestiones respecto al futuro de China son, en primer lugar, ¿cómo va a ser la salida de China del subdesarrollo? (asunto que afecta a una quinta parte de la humanidad) y, en segundo lugar, ¿qué papel va a desempeñar China en un orden mundial cada vez más interdependiente?

En lo que al primer aspecto se refiere los datos son espectaculares. China viene creciendo a un ritmo del 7/8% anual, lo que ha permitido que su PIB se haya multiplicado por siete en los últimos veinte años, llegando a ser el cuarto productor industrial mundial (después de USA, Japón y Alemania) y la quinta potencia comercial. La política económica de China ha permitido salir de la pobreza y el subdesarrollo a varios cientos de millones de personas. Sin estos avances, las estadísticas de la FAO y el PNUD sobre hambre y carencias sociales alcanzarían cotas mucho mayores. De ahí que los éxitos económicos chinos hayan podido ser valorados -con razón- como "la más importante revolución que ha conocido la humanidad en tiempos recientes", al tiempo que el principal impulsor de esta revolución, Deng Xiaoping, aparece como una de las grandes figuras políticas de nuestra época.

Aún así, todavía persisten notables desequilibrios entre renta y población mundial, y China -y otros países del Plantea- tendrán que seguir avanzando para acortar las distancias y garantizar a todos los seres humanos unos niveles dignos de vida y bienestar social.

Respecto a la segunda cuestión, todos parecen coincidir en que China está destinada a ser una de las grandes potencias del siglo XXI. Actualmente es una gran potencia por razones sociales y demográficas, está empezando a serlo también económicamente y, sin duda, acabará siendo una gran potencia política y cultural, en un mundo más equilibrado y armónico.

Para entender hacia dónde se puede encaminar China es importante recordar de dónde viene y, sobre todo, es necesario desterrar algunas imágenes tópicas (e interesadas) que fueron alentadas en occidente desde círculos que querían justificar las políticas intervencionistas de las potencias coloniales.

China cuenta con una rica y avanzada tradición cultural y tecnológica. El pensamiento tradicional chino, con grandes figuras como Confucio, Mencio, Lao Tse y varias grandes escuelas de filosofía y los avances científicos que deslumbraron a viajeros del pasado, como Marco Polo (la pólvora, los instrumentos de navegación, la seda, las artes, la astronomía, la medicina), hicieron que China fuera pionera en muchos campos. De hecho, las elites chinas vivieron hasta el siglo XIX con una conciencia de superioridad cultural sobre sus vecinos. Pero, la incapacidad de la "cultura" china para hacer frente a las agresiones imperialistas de los siglos XIX y XX, con toda la carga de humillación que supuso, acabó poniendo en crisis dicha conciencia, abriendo paso al nacionalismo y a una cierta tendencia a recluirse sobre sí, potenciando un sentido de autodefensa que entroncaba con una trayectoria histórica de país más bien defensivo y pacífico que agresivo e invasor, como muestra ese exponente que es la Gran Muralla.

El cambio sustantivo en China se produjo en la década de los años sesenta, con una política de apertura, modernización y crecimiento económico que está dando sus frutos y que está modificando las imágenes tradicionales sobre China. Las tendencias que se dibujan actualmente apuntan hacia una profundización del desarrollo económico y hacia una mayor presencia comercial, inversora y política de China como sujeto destacado en el orden internacional. Lo cual, está dando lugar a que se susciten nuevas versiones del viejo patrón de recelo ante China, ahora nucleadas en torno a su enorme capacidad competitiva -"la fábrica del mundo", se dice- y a su potencialidad de liderazgo social y político en el mundo subdesarrollado. Los inventarios de riesgos que algunos analistas despliegan, ahora centrados en los precios de las mercancías y en la creciente demanda de materias primas y recursos energéticos, están alimentando una imagen torpemente egoísta de un nuevo "enemigo" de referencia para el mundo rico occidental.

Desde la célebre visita de Nixon a China, en plena guerra fría, China ha mantenido una escrupulosa política de buenas relaciones con los Estados Unidos, que no siempre ha sido objeto de una reciprocidad similar en asuntos como el embargo de armas y de tecnologías avanzadas, sobre el que se presiona a los europeos, o el comportamiento de significativos think-tanks del Partido Republicano, desde los que se está intentando fabricar una imagen del "peligro" chino (en lo económico y en lo político) que barrunta el riesgo de nuevos escenarios de bipolaridad mundial. Sin embargo, la proverbial prudencia china y la comprensión inteligente de sus intereses hace poco probable que China entre en esta dinámica, al tiempo que despliega paciente y metódicamente una red de buenas relaciones diplomáticas y de cooperación económica con sus vecinos asiáticos, especialmente India, el otro gigante mundial.

Asunto importante es el tipo de relaciones que pueden desarrollarse entre la Unión Europea y China. Algunos hablan incluso del eje UE-China como uno de los elementos fundamentales en torno al que afianzar un modelo de convivencia mundial pacífico, cooperativo y multilateral. De hecho, existen muchos elementos de coincidencia y de ausencia de conflictos de intereses que pueden hacer fructificar esta alianza. Tanto los chinos como los europeos vemos con preocupación los riesgos de un hegemonismo unilateral e intervencionista que pueda llevarnos por la senda de los conflictos. Por otra parte, nuestras economías son bastante complementarias y no tenemos conflictos históricos, ni contenciosos territoriales. Además, desde perspectivas diferentes, podemos coincidir también en la defensa de unos modelos de economía social que primen los criterios de bienestar social y de mayor equidad en las rentas.

Sin duda, la evolución de China plantea interrogantes e incertidumbres. Algunos se relacionan con la propia capacidad de los mercados internacionales para absorber la gran potencialidad de su economía y la enorme competitividad de unos productos que se fabrican -y se exportan- a precios especialmente reducidos, gracias a sus bajos costes laborales y la intensiva dedicación de su fuerza de trabajo. Otros problemas se relacionan con la capacidad de la sociedad china para modernizarse, para abrirse al mundo, para seguir creciendo económicamente y para mantener la necesaria estabilidad política y la deseable cohesión social interna. Problemas y dilemas que no son muy distintos a los que hemos tenido -y aun tenemos- las sociedades occidentales, desde las que muchas veces se realizan análisis alarmistas que manifiestan una gran preocupación, por ejemplo, por la emergencia de "sus" nuevas desigualdades sociales, mientras que se muestra muy poca preocupación por las "nuestras".

Es posible que China se encuentre con problemas complejos en su camino, entre otras cosas porque su experiencia política es compleja y se trata de un país grande y complejo, pero los occidentales no debemos contemplar la experiencia china desde el recelo o desde la suficiencia cultural y social de quienes se sienten imbuidos de grandes certezas para dar consejos, que bien pudiéramos tomar para nosotros mismos. El principal recelo que los países ricos occidentales debemos superar es el que se relaciona con el derecho de los chinos y otros pueblos a crecer económicamente y a mejorar sus niveles de vida y de bienestar social. Las diferencias económicas y de consumo entre el mundo rico y los países poco desarrollados son enormes e insostenibles política y moralmente. Por ello, hay que comprender y apoyar el esfuerzo chino por crecer económicamente y por equilibrar su situación en un tiempo razonable. En este proceso China tendrá que encontrar sus equilibrios políticos y sociales, como los encontramos los pueblos occidentales. Y, sin duda, tendrá que conjugar peligros y problemas internos y externos. Posiblemente la principal incertidumbre externa es que su experiencia sea mal comprendida desde las coordenadas del hiperconsumismo egoísta del mundo rico, con el riesgo de verse aislada, o confrontada con la potencia dominante, o coartada y limitada en su capacidad exportadora. Por eso China debe aprender de las experiencias de Japón y los tigres asiáticos y ajustar su modelo de crecimiento y exportación a unos parámetros que sean asimilables por la economía mundial, al tiempo que evoluciona en el orden interno para evitar que su modelo de crecimiento descanse exclusivamente en los bajos costes laborales. Potenciar el bienestar social, mejorar la capacidad adquisitiva de sus trabajadores, invertir en investigación y tecnología, apoyar al mundo rural, fomentar el Turismo, son posiblemente algunas de las vías en torno a las que podrán lograrse mayores equilibrios internos y más asumibles ajustes internacionales.

En definitiva, el dilema de la evolución de China es cómo armonizar su crecimiento económico (al ritmo necesario para acortar las distancias y desigualdades con el mundo rico), con el impulso del bienestar social y la estabilidad e institucionalización política necesaria, en una sociedad compleja que se está transformando y modernizando a un ritmo extraordinario y en la que, lógicamente, están apareciendo, y van a aparecer, tensiones y conflictos de nueva naturaleza, como ocurrió también en nuestras sociedades occidentales.

Ante este horizonte, los europeos en general, y las izquierdas europeas en particular, debemos contribuir a que la posición occidental no sea ni la de ponerse a dar lecciones desde la suficiencia cultural, ni la de levantar barreras o suscitar recelos, sino que debemos apostar por abrir vías de colaboración y apoyo para avanzar pacíficamente hacia un orden mundial multilateral más equilibrado y armonizado en lo económico y lo social, en donde China pueda jugar el papel político y cultural que le corresponde.

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