sábado, 14 de junio de 2008

Lectura en la escuela: de la comprensión ficticia

Con el objeto de compartir algunas reflexiones teóricas y metodológicas acerca de la enseñanza y la evaluación de la comprensión lectora, comencemos en primer lugar esbozando algunas consideraciones acerca del modo en que la lectura fue enseñada en la escuela tradicional, para luego ofrecer una posición alternativa desde los desarrollos actuales de la didáctica de la lengua.

La escuela moderna enseña a leer, o cuando todo parecido con la realidad es mera coincidencia

Desde sus comienzos como proyecto moderno hasta nuestros días, la enseñanza de la lectura ha ocupado un lugar preponderante en la escuela y en la misión que a ésta fue asignada. Desde los primeros años de esta institución inventada para formar trabajadores y ciudadanos hasta nuestros días, cuando miramos con asombro los graves problemas que aún subsisten en el aprendizaje como lectores de niños y jóvenes que están terminando la escuela media, la cuestión de la lectura es una de las que ha estado siempre en el centro de la escena.

Tal como señala Emilia Ferreiro, la forma en que la escuela alfabetizó se incluyó en un movimiento general de negación de las diferencias, lo que provocó que se enseñara con un único método con una única definición de lector y con un único texto privilegiado. La enseñanza de la lectura se planteó, en un principio, como la adquisición de una técnica: la técnica de la correcta oralización del texto. Parecía suponerse que, al dominar esta técnica, aparecería como por arte de magia la lectura expresiva (la cual supone comprensión como requisito ineludible)

Este divorcio entre la escuela y la realidad (entendiendo por realidad lo que ocurre en las prácticas sociales del lenguaje) ha traído dos consecuencias igualmente nefastas desde nuestro punto de vista. La primera, a la vista, es el peligro de que gran cantidad de niños no se vean incluidos en la definición única de lector y en el trabajo con el único método. Sobreviene sin más el fracaso de aquellos niños, el cual, si bien es generalmente atribuido a ellos, no es más que el fracaso de la escuela en formar lectores competentes. Fracaso escolar, pero no del niño sino de la escuela.

La segunda consecuencia, tan grave como la anterior, es el fracaso que queda implícito de aquellos que obtienen un éxito relativo en aprender la técnica que enseña la escuela. Éxito relativo porque, si bien han logrado la “alfabetización” suficiente para permanecer y continuar en el circuito escolar, no han logrado estar alfabetizados para la vida ciudadana: para la calle, el periódico, los libros, la literatura, la computadora, internet, etc. La escuela no termina alfabetizando ni para la vida ni para el trabajo, y en este sentido falla en su misión central de formar trabajadores y ciudadanos. Esto es lo que Ferreiro (2001) da en llamar iletrismo: no se forman lectores en sentido pleno, dado que la escuela no asegura ni la práctica cotidiana de la lectura, ni el gusto o el placer por la misma.

Ha sido éste un brevísimo recorrido por la película acerca de la escuela tradicional enseñando a leer. No parece a esta altura necesario aclarar que todo parecido con la realidad, si lo ha habido, ha sido y es mera coincidencia...

¿Es posible rodar otra película cuyo parecido con la realidad no sea mera coincidencia?, o acerca del potencial democratizador de montar ficciones “buenas”

Hasta aquí hemos visto cómo dentro de la escuela se ha montado una ficción en tanto lo que ocurría en las aulas para enseñar a los alumnos a leer no poseía casi puntos de contacto con las prácticas sociales de lectura. Ficción “mala”, en donde no sólo la escuela ha polarizado con ese negro tipo limusina las ventanas que dan a la realidad, sino que, además, se ha encargado sistemáticamente de poner la responsabilidad del fracaso escolar a los niños o al contexto de donde provienen.

Desde mi punto de vista, pueden señalarse aquí dos fallas importantes de índole didáctica. La primera tiene que ver con que no se ejerce una adecuada vigilancia epistemológica (Bronckart y Schneuwly, 1996) con respecto a las prácticas sociales de referencia, que deben ser tenidas en cuenta junto al corpus de saberes científicos a la hora de efectuar las transformaciones necesarias para configurar el contenido a enseñar. La segunda falla tiene que ver con una excesiva centración en el alumno. La didáctica debería correr esta mirada y volverla sobre los tres componentes del triángulo didáctico (docente-alumno-contenido) y de allí teorizar sobre lo que ocurre en el aula sin perder de vista el ejercicio de la adecuada vigilancia epistemológica a la que antes aludíamos.

El cuidar que lo que ocurre en el aula tenga consistencia con lo que tiene lugar fuera de ella como prácticas sociales de lectura implica desmontar aquella ficción “mala” (desconectada de la realidad) y comenzar a imaginar ficciones “buenas” (destinadas a provocar prácticas que guarden correspondencia con las prácticas de referencia en un lugar donde éstas prácticas no tienen lugar) Y el montaje de estas buenas ficciones adquiere un profundo sentido democratizador en tanto se potencian las posibilidades de formar lectores en sentido pleno, y por ende buenos ciudadanos con capacidad de reflexionar críticamente sobre la realidad que los circunda. Es en este sentido que el ejercicio de una adecuada vigilancia epistemológica contribuye, desde mi punto de vista, a dar una respuesta sustentable desde el punto de vista teórico didáctico al problema del fracaso escolar.

La puesta en escena de la ficción: la organización de proyectos

La pregunta que ineludiblemente se presenta a continuación es ¿cómo hacer que la lectura conserve en la escuela el mismo sentido que posee fuera de ella? Un camino posible parece ser la organización de proyectos que, además de perseguir los objetivos de la enseñanza o propósitos didácticos, deben también tener sentido desde el punto de vista del alumno. Es decir, las actividades que se le propongan al alumno deben perseguir un objetivo que para él sea conocido y significativo: leer cuentos para luego recopilarlos en una antología, leer para informarse sobre un tema de actualidad o de interés, leer para luego producir un artículo de opinión sobre lo que se ha leído, leer por el sólo hecho del placer de leer, etc.

Se trata entonces de que la lectura no se aparte de esa práctica social que se quiere comunicar. Para ello se vuelve imprescindible que los alumnos se encuentren con una situación que deben resolver por sí mismos, lo cual puede ocurrir a partir de que el maestro no explicite el modo en que él la resolvería y “devuelva” (tal el concepto de “devolución” de Brousseau, 1993) el problema al alumno. Esto permite que se movilice en él su deseo de aprender independientemente del deseo del maestro, en el marco de lo que Brousseau da en llamar “situaciones adidácticas” (Brousseau, 1993)

Sin embargo, si bien la organización por proyectos puede resultar importante, es sólo un primer paso, una puesta en escena de esta otra ficción que queremos montar. En mi opinión, se vuelve imprescindible considerar dos ingredientes más para dicho montaje: el trabajo de los alumnos como lectores y el rol (importantísimo) del docente. Detengámonos en cada uno de ellos.

Los actores en escena: los alumnos como lectores

Se vuelve necesario abandonar la idea de que aprender a leer implica incorporar un mecanismo o un conjunto de habilidades divisible en sus partes componentes, donde el lector es ajeno al texto que lee y donde su papel se reduce a extraer el sentido de aquél. Así parece haberse entendido a la lectura durante muchos años en nuestras escuelas, y ya hemos analizado al principio del artículo algunas consecuencias nefastas de dicha concepción.

Por el contrario, adoptar una concepción de lectura como proceso interactivo y transaccional (Dubois, 1989) implica asumir que los chicos construyen el sentido del texto que leen a partir de su interacción con el mismo, lo cual resulta fuertemente coherente con lo que ocurre en las prácticas sociales de nosotros los adultos como lectores. Permitir la posibilidad de que los niños hagan suposiciones sobre lo que leen, planteen dudas que les van surgiendo, se apoyen en ilustraciones para captar el sentido del texto, anticipen el tema que va a tratar un capítulo a partir de su título, etc. no es más que brindar oportunidades para que lo que ocurra en el aula se vaya pareciendo cada vez más a lo que tiene lugar puertas afuera de la escuela, a lo que nos pasa a cada uno de nosotros como lectores.

El significado ya no está, entonces, en el texto, sino que se va construyendo a través del esfuerzo de interpretación de los niños lectores. Se vuelve importante entonces no descartar ninguna interpretación del texto a priori sino utilizar la oportunidad para pedir justificaciones a los niños acerca del sentido que van construyendo. Resulta vital también permitir que desarrollen estrategias de lectura que los adultos utilizamos al leer: muestreo, anticipaciones, predicciones, inferencias, autocontrol de la propia lectura (Goodman, 1990 y Kaufman, 1998)

La posibilidad de ir construyendo el significado de lo que se lee en interacción con el texto implica la necesidad de brindar oportunidades para que entren en juego los conocimientos previos de los alumnos lectores. La construcción de sentido también es posible gracias a la información no visual (Smith, 1983) que los niños poseen y de la que han ido apropiándose de su experiencia como lectores y del contacto que han tenido con los significados (y significantes) presentes en el texto.

Decir que el significado se va construyendo en interacción con el texto implica abandonar definitivamente la idea de comenzar por lo más simple e ir dirigiéndose progresivamente hacia lo más complejo, o comenzar por la lectura mecánica dejando la comprensión para más adelante. Eso nada tiene que ver con las prácticas sociales de lectura. Tampoco tiene nada que ver con dichas prácticas presentarles a los alumnos textos simplificados, porciones de textos reales sin el portador, o todo material tendiente a reducir la complejidad de dichos textos. Por el contrario, se vuelve importante no perder de vista que la lectura como proceso interactivo debe ser abordada en toda su globalidad, indisolubilidad y complejidad. Y que, frente a ese texto complejo, el significado no será construido de una vez y para siempre sino, tal como postula la teoría piagetiana, por aproximaciones sucesivas al objeto de conocimiento. En definitiva, es también lo que nos ocurre a los adultos cuando abordamos un texto.

Claro que para que los alumnos se enfrenten a textos reales y para que desarrollen estrategias y actividades para abordarlos en toda su complejidad, de modo tal de ir construyendo progresivamente su significado, es imprescindible que haya un docente que, a modo de director de la escena, intervenga para asegurar que las condiciones didácticas que podrían facilitar estos aprendizajes, tengan lugar. Detengámonos entonces en quien tiene tamaña responsabilidad.

Cuando el director de la ficción entra en escena: las intervenciones del docente para que la película salga bein parecida a la realidad

Que los niños lectores interactúen con el texto que leen no debe llevar a pensar que el docente no tiene cabida en esta ficción “buena”. Muy por el contrario, y coherentemente con un modelo didáctico que toma aportes de la teoría psicogenética, la intervención del docente se vuelve fundamental: por un lado, porque hay diversas cuestiones que debe controlar para que la escuela siga cumpliendo su misión y porque son parte de su responsabilidad al frente de la clase; por otro lado, porque hay diversas intervenciones que se vuelven necesarias para que justamente los alumnos se hagan cargo del problema de la construcción del sentido de lo que están leyendo. Veamos estas dos cuestiones más detenidamente.

Entre las cuestiones que deben ser controladas por el docente, además de las responsabilidades que le impone el rol (pensar la clase, el tipo de actividades que los niños van a hacer, etc.), también está, por ejemplo, la selección de lo que los chicos van a leer (independientemente de que la actividad luego por ejemplo consista en leer para decidir si ese texto forma parte de la biblioteca del aula) Esto tiene que ver con la misión que tiene la escuela en cuanto a poner a disposición de los chicos un abanico de autores y textos que, probablemente, no conozcan. Al no ser lectores experimentados ni tan conocedores de la literatura como para dejar en sus manos tales decisiones. Por ello es que este aspecto de la situación didáctica debería ser definitivamente controlada por el maestro.

Sin embargo, y refiriéndonos ahora al contrato didáctico como aquella distribución de atribuciones entre el maestro y los alumnos en relación al contenido (en este caso la lectura), hay determinadas cuestiones a las que es necesario prestar mucha atención.

En efecto, podría decirse que las consideraciones sobre el contrato didáctico están estrechamente vinculadas al control de la transposición didáctica de aquellas prácticas sociales de referencia (que en la didáctica de la lengua ocupan el lugar del saber sabio) al saber a enseñar. Mirar el contrato didáctico es cuidar de qué manera se distribuyen las responsabilidades para que la ficción “buena” tenga lugar dentro del aula y para que la película salga bien parecida a la realidad. Analicemos en qué sentido esto podría ser así.

Los alumnos deben conservar el derecho de hacer todas las interpretaciones que les parezcan pertinentes al interactuar con el texto. Deben también tener la posibilidad de justificar la forma en que le han dado sentido o lo han ido entendiendo, sin que dicha interpretación sea refutada (o convalidada) a priori por el docente. Como ya antes hemos adelantado, resulta importante que el maestro no se arrogue en un principio a decir cuál es la respuesta correcta y de este modo quitarles aquella posibilidad a los alumnos.

Los niños también deben tener derechos vinculados a una serie de decisiones que seguramente tendrán que tomar como lectores en el marco del proyecto en el que están trabajando: decidir la incorporación de un cuento a la biblioteca, seleccionar artículos de un periódico en relación a un tema determinado, elegir el guión de una obra de teatro para luego representarla, etcétera. Éstos son propósitos relevantes para ellos y deben estar tan presentes como los propósitos didácticos del docente, tal como analizábamos párrafos más arriba.

Debe también haber lugar para que, tal como ocurre puertas afuera de la escuela, los niños puedan intercambiar con sus compañeros lectores puntos de vista acerca del significado del texto. También para que se planteen nuevos interrogantes, para que lean por sí mismos y en silencio, para que arriesguen hipótesis, etcétera.

Los niños deben tener también derecho a buscar en el texto pistas para sus interpretaciones, búsqueda en la que será constantemente importante la utilización de la información no visual que poseen así como las estrategias de lectura a las que antes hicimos rápida alusión. Que los alumnos puedan ir autocontrolando las interpretaciones que van elaborando y de este modo avanzar en la construcción de significado resulta posible si el docente devuelve el problema de dicha construcción a los alumnos y se abstiene de dar su punto de vista.

En todas sus intervenciones y abstenciones (que entendemos como una forma de intervención en tanto devolución del problema), podríamos decir que el rol del docente no tiene que ver con enseñar a leer sino con ayudar a leer, es decir, propiciar que los niños hagan el “trabajo de lector” que venimos describiendo hace algunos párrafos.

Como buen director de obra, el docente tiene entonces una responsabilidad principal para que, a través de sus intervenciones, la ficción que se pretende montar en el aula sea una película parecida a la realidad. Y cuidar que el trabajo en clase no se salga de los carriles de buena ficción implica, como decíamos, propiciar ese “trabajo de lector”: posibilitar a través de preguntas que los niños transiten el mismo camino que un lector competente transita cuando lee: detenerse en el nombre del texto, del autor, prestar atención a los indicadores más fácilmente visibles (títulos, dibujos, gráficos); alentar a los intercambios entre los niños lectores cuando, por ejemplo, surge alguna discrepancia; estimular el uso de estrategias de lectura y a al uso de la información no visual para construir el significado del texto, etc.

En cuanto a la evaluación de las interpretaciones, parece imprescindible que las sucesivas devoluciones del problema por parte del docente vayan acompañadas de una retención de la institucionalización. Es decir, que el maestro no se reserve la primera palabra (antes de las intervenciones de los chicos) sino la última. Como afirma Delia Lerner, “el docente sigue teniendo la última palabra, pero es importante que sea la última y no la primera, que el juicio de validez del docente sea emitido una vez que los alumnos hayan tenido oportunidad de validar por sí mismos sus interpretaciones, de elaborar argumentos y de buscar indicios para verificar o rechazar las diferentes interpretaciones producidas en el aula” (Lerner, 1996b:18)

El maestro comparte así el control de la validez de las diferentes interpretaciones con sus alumnos, quienes se ven entonces estimulados a intentar justificarlas. Cuando el docente considere que esta delegación provisoria de la evaluación ha cumplido ya su función o cuando se hayan agotado las discusiones en torno a las diferentes interpretaciones, podrá recuperarla.

A modo de conclusión: de películas, responsabilidades y desafíos para la enseñanza

A lo largo de este artículo hemos intentado compartir algunas reflexiones críticas acerca del modo en que tradicionalmente se ha intentado enseñar a leer para luego realizar algunas consideraciones desde la didáctica de la lengua que podrían potenciar una mejor comprensión lectora en los alumnos.

Comprensión lectora para la que tradicionalmente la escuela no enseñó ni preparó, haciendo fracasar explícitamente a enormes cantidades de niños que transitaron por ella. Comprensión que, nos atreveríamos a decir, no fue real en términos de propiciar mejores competencias lectoras entre quienes lograban tener éxito en la escuela. Éxito relativo porque, como hemos visto, finalmente los alumnos terminaban por lo general sin estar alfabetizados para el trabajo y la vida ciudadana. Tal el fenómeno de iletrismo al que hemos hecho referencia y tal entonces el status “ficticio” de la comprensión que parecían alcanzar quienes lograban no fracasar en la escuela. Comprensión ficticia en una escuela con ventanas polarizadas hacia el afuera y cuyos puntos de contacto con la realidad, si los había, eran mera coincidencia. Comprensión ficticia inmersa entonces en una ficción “mala”.

El concepto de ficción, eje de nuestro trabajo, ha sido tratado con cierto énfasis a lo largo del mismo, en tanto entendemos que permite explicar la importancia de algunos aportes de la didáctica de la lengua y la necesidad de entenderlos de manera relacionada. También este concepto pretende ilustrar la posibilidad de potenciar mejores aprendizajes si se modifican algunos aspectos de la situación didáctica en el aula. En definitiva, si a la ficción “mala” la reemplazamos por una “buena”, lo más parecida posible a la realidad: es aquí donde la película puede volverse más exitosa en términos de aprendizaje para sus actores/alumnos/lectores.

Por último, el concepto de ficción ha servido también para intentar ofrecer un punto de vista posible acerca de la responsabilidad enorme de la enseñanza y de la didáctica en general en el fracaso de la escuela en la formación de lectores competentes. Responsabilidad que no puede ser eludida en tanto se trata de uno de los aspectos cruciales en la formación de los futuros trabajadores y ciudadanos. En este sentido, pensar en ficciones buenas dentro de aulas con vidrios despolarizados puede ser un camino posible para comenzar a afrontar semejante desafío para la enseñanza.

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