sábado, 14 de junio de 2008

DESGANO PARA APRENDER

DIARIO PERÚ 21 - Miércoles 20 de junio del 2007.

Escrito por Luis Pásara

Estudiantes de colegio y de universidad pasan por el sistema educativo como por un trámite del cual la voluntad de saber está frecuentemente ausente.

Tengo muchos años como docente y corro el riesgo de idealizar el pasado, como ocurre a partir de cierta edad, según sabemos. Como resguardo, consulto el tema regularmente con colegas de diversas edades y en mi encuesta informal casi todos coinciden: los estudiantes cada vez parecen tener menos interés por aprender. A menudo llegan tarde a clase, permanecen pasivos y se preocupan sólo por los requisitos exigidos para aprobar el curso.

Trátese de la escuela o la universidad, un desgano general atraviesa las aulas. Y, curiosamente, la tendencia puede ser constatada tanto en el tercer mundo como en el primero. El estudiante -esa condición es la que, literalmente, está en cuestión- asiste al centro de estudios como si hubiera sido forzado por una exigencia externa o no tuviera una alternativa más interesante.

Son pocos quienes demuestran, con su actitud y comportamiento, la voluntad de hacerse de conocimientos de los cuales carecen. La mayoría parece estar allí, con poco ánimo, en cumplimiento de una obligación que no han podido eludir. Si se trata de hacer una lectura, se oye objeciones a su extensión. Si se pide hacer un trabajo, habrá excusas para presentarlo tarde. Incluso si se les pide que vean una película y reflexionen sobre ella -en atención al provecho de usar métodos audiovisuales- , el resultado está marcado por la apatía.

Lo he visto en varios países, a lo largo de los últimos años, y me he preguntado cómo y por qué se ha roto esa lógica simple que a otras generaciones nos llevó a buscar, en el estudio, la superación de nuestra ignorancia de nacimiento. No parece haber respuestas simples.

Se estudia cuando se tiene curiosidad intelectual, un bien precioso pero aparentemente escaso en estos días. Curiosidad que se ha perdido en algún momento de la infancia, cuando se dejó de preguntar por qué. He leído explicaciones que vinculan el cambio de actitud al predominio de la imagen en la vida del niño. Una ubicación, generalmente pasiva, principalmente ante el televisor o alguno de los nuevos artilugios mediáticos, desalentarían tanto el razonamiento como la imaginación.

Ahora se recibe lo que llega mediante la vista y basta apenas apretar unos botones para elegir opciones entre aquéllas que nos han sido programadas. La comunicación se ha simplificado y empobrecido con la reducción del mensaje enviado y recibido en el chat o a través del celular, que no requieren formular frases articuladas. El pensamiento, siempre vinculado al lenguaje, ha quedado constreñido a la estrechez de esos agrupamientos de signos de abreviación que difícilmente los mayores entendemos.

Pero se estudia también, aunque el apetito de saber por sí mismo sea débil, cuando se tiene una motivación claramente determinada. Esta otra vía se halla pragmáticamente fundada en el supuesto de que a mayor educación, mejor empleo y, en consecuencia, mayores posibilidades de logro personal. En el Perú, ésta fue la razón por la que se expandió, bajo presión popular, la enseñanza secundaria, primero, y la universitaria, después. Entendimos, durante años, que la educación era una vía de movilidad social y millones de personas se hicieron profesionales en el mundo para asegurarse una vida mejor que aquélla que sus padres tuvieron.

Si a niños y jóvenes, rodeados de artefactos, se les ha pasmado la curiosidad, ¿por qué no estudiar en busca de cierta seguridad? El problema parece residir en que esa seguridad se ha esfumado. Es decir, si bien fue cierto que con mayor educación se ascendía social y económicamente, no lo sigue siendo. Esto es, sí es verdad que los cargos más altos generalmente requieren una educación refinada, pero no siempre contar con ésta garantiza siquiera un empleo estable.

La educación no asegura el progreso personal, como lo hizo hasta hace dos o tres décadas. Incluso, en muchos países, la ampliación del nivel educativo y la masificación de los estudios universitarios parecen haber traído de vuelta los mecanismos tradicionales de selección: no se contrata al más educado sino que entre los educados se selecciona a quien tiene mejores contactos.

Es posible que este mensaje haya sido recibido por la generación joven. Y, entonces, si los padres tienen los vínculos adecuados, no hay razón para fatigarse haciendo el esfuerzo de aprender. Y si no los tienen, para qué esforzarme si, en definitiva, tener la mejor educación es ahora perfectamente compatible con la condición de desempleado, ciertamente en América Latina pero también en Europa.

Claro está, siempre hubo algo de esto. Es decir, el hijo de papá sabía que tenía un futuro asegurado por malas que fueran las calificaciones que obtuviese y, justamente, por eso ésas eran las que obtenía. Pero el valor agregado por la calidad de la educación obtenida parece haber disminuido significativamente.

De todos modos, importa obtener un título y, por eso, las universidades siguen teniendo una demanda importante, que algunos han convertido en centros de un negocio siniestro: ofrecer una preparación pobre con la que sin mayor esfuerzo académico se puede alcanzar el cartón que reconoce como profesional a quien pague la tarifa.

La actitud de quienes van a obtener el título -incluso en universidades serias- está guiada por el objetivo de tener claro qué hay que hacer para que se lo den. No se trata, pues, de aprender aquello que no sé y me permitirá desempeñarme luego, sino de pasar por el mínimo esfuerzo posible para lograr la licencia. Y esta actitud se encuentra igual entre quienes estudian, o simulan estudiar, maestrías y doctorados. El éxito -cifrado en un ingreso que permita ser un consumidor de clase A- no se concibe atado al conocimiento alcanzado.

Es verdad que el sistema educativo se ha empobrecido. La vocación de enseñar es escasa y son muchos los maestros que, en todo el mundo, lo son a falta de una mejor oportunidad. Incluso en muchas universidades, donde se paga profesores de tiempo completo, la atención que algunos prestan a su responsabilidad docente es superficial o marginal.

La escuela no enseña para la vida y la universidad, en muchos casos, tampoco. Aunque hay quienes somos conscientes de esto, se realiza pocos esfuerzos para superar una situación atascada de la educación que ofrece no muchos atractivos al estudiante. Con lo cual se cierra el círculo del que no hablamos lo suficiente quienes lo conocemos desde adentro: un sistema que brinda poco genera estudiantes que esperan de él también poco. El resultado tiene mucho de derroche de recursos y de aburrimiento personal.

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