sábado, 14 de junio de 2008

Las políticas de la tierra

por Miguel Donayre Benites

RESUMEN

El crecimiento demográfico descontrolado, el aumento de las desigualdades y las carencias, la crisis de biodiversidad, la degradación ecológica y los derroches energéticos plantean la necesidad de unas políticas de la Tierra que atiendan a las necesidades globales del Planeta, poniendo en común los intereses en los que coincidimos como especie. Las limitaciones de los enfoques particulares, y de las organizaciones que los sustentan, para hacer frente a las exigencias globales suscitan la pertinencia de una nueva cultura y una nueva ética de la Tierra que nos ayude a hacer frente con éxito a los grandes dilemas de la humanidad en un futuro no lejano.

Palabras clave: ecología, crecimiento demográfico, biodiversidad, desigualdades, cultura de la Tierra.

ABSTRACT

Uncontrolled population growth, increase of inequalities and biodiversity crisis,ecological degradation and energetic squandering bring up the necessity of Earth policies in order to respond to the global needs of the Planet, putting in common interests in which we all agree as species. The limitations of specific approaches, and the organizations that support them, in order to affront global exigencies, provoke the pertinence of a new. Earth culture and a new Earth ethics that help us to face up with success the big humanity dilemmas in a near future. Key words: ecology, population growth, biodiversity, inequalities, Earth culture.

Los Parlamentos, las instituciones y los medios de comunicación se hacen eco continuamente de propuestas y debates sectoriales. Desde los inicios de la era democrática, la vida política ha estado polarizada en torno a la defensa de intereses específicos: las clases sociales, las reivindicaciones nacionalistas, las perspectivas de género, los intereses económicos, las ideas religiosas..., han dado lugar a movimientos y partidos políticos que se han organizado para defender a aquellos que representaban.

Algunas de estas organizaciones, desde la óptica específica de sus posiciones, han operado con cierta vocación de globalidad, intentando dar mayor peso específico a sus criterios particulares en proyectos políticos más amplios. La defensa de muchos de estos planteamientos sectoriales ha permitido llegar a sociedades más equilibradas, en las que determinados intereses han podido ser tenidos en cuenta en lo que tenían de justos y necesarios.

Pero en el arranque del siglo XXI, y en el marco de un complejo mosaico de intereses sectoriales y ópticas particulares, hay que preguntarse: ¿quién defiende los intereses globales del Planeta Tierra? Tenemos políticas de clase -aunque debilitadas-, políticas nacionales -y nacionalistas-, políticas feministas, políticas en defensa de intereses económicos concretos..., pero no tenemos una Política de la Tierra, con letras mayúsculas, por mucho que en los últimos años se estén haciendo presentes enfoques críticos que reclaman nuevas perspectivas de lo global, al tiempo que diversos movimientos sociales defienden con fuerza visiones políticas alternativas. En algunos países empieza a ser notable la presencia de movimientos que se pronuncian contra las desigualdades económicas extremas, contra las guerras injustas, contra el deterioro medioambiental y contra el trastrocamiento de los equilibrios humanos y la minusvaloración de la exigencia de un mundo habitable.

1. ¿QUÉ SON LAS POLÍTICAS DE LA TIERRA?

Hablar de Políticas de la Tierra es hablar del desarrollo sostenible, de un crecimiento económico suficiente para todos, que no se haga a costa de destruir el entorno, de esquilmar los recursos y de contaminar irresponsablemente el aire y las aguas.

Es hablar de la erradicación del hambre que padecen 842 millones de seres humanos, según los datos del último Informe de FAO (28 millones más que en el anterior Informe), de la producción de alimentos sanos y de las garantías de un sistema de vida saludable para todos. Hablar de Políticas de la Tierra es plantear un control racional del crecimiento de la población, en armonía con los territorios y los entornos naturales, previniendo a tiempo el descontrol de las bombas de relojería demográficas, que están conduciendo a un aumento creciente de la población en las zonas más pobres y deterioradas del planeta, al tiempo que se están poniendo en marcha incontenibles procesos migratorios. Hablar de Políticas de la Tierra, en definitiva, es hablar de los recursos naturales disponibles en el Planeta y de su uso racional y equilibrado, evitando actuar como si dispusiéramos de combustibles fósiles ilimitados, al tiempo que se toman decisiones que implican que las poblaciones del futuro tendrán que guardar nuestros residuos nucleares durante cientos de años, condenando a las generaciones venideras a tener que vivir sin petróleo y otros recursos que se están derrochando y esquilmando.

¿Por qué la urgencia y la pertinencia de estos temas? Porque se están encendiendo peligrosas señales de alarma sobre la salud de nuestro Planeta y sobre los riesgos que se pueden producir en un futuro no lejano, si no se toman medidas inteligentes de rectificación con prontitud y eficacia.

En los años sesenta del siglo XXI, Forrester ya planteó la necesidad de buscar una armonía entre población, recursos y equilibrios medioambientales, formulando el objetivo de reducir el uso de los recursos naturales en un 75 por 100, limitar la contaminación en un 50 por 100 y reducir la natalidad un 30 por 100. Pero nadie pareció hacerle caso. A principios de los años setenta se publicó el famoso Informe del Club de Roma (1) , que tanto impacto inicial causó y al que siguieron otros libros y análisis en los que suscitaba el problema de los «límites del crecimiento». Sin embargo, estos análisis, en la práctica, fueron poco atendidos e, incluso, a veces fueron reputados como poco realistas y escasamente rigurosos. Hoy, sin embargo, ya no es factible ni plausible tal tipo de desprecio analítico. Actualmente existe en la opinión pública una conciencia social acusada y se dispone de datos bastante contrastados.

Algunos pronósticos -reputados como exagerados hace pocos años- se empiezan a cumplir, al tiempo que se pueden constatar fehacientemente los efectos de determinadas políticas y pautas de comportamiento. Las llamadas de atención ante los problemas de la Tierra, por lo tanto, hoy resultan más verosímiles, aunque la mayor parte de las reacciones oficiales continúen siendo, por lo general, más bien tibias y retóricas. Un ejemplo de esta tibieza e insuficiencia lo tenemos en la escasa voluntad de cumplimiento del Protocolo de Kyoto, sobre todo por parte de las principales potencias económicas, que son además las más contaminantes, como es el caso de Estados Unidos, que con poco más del 4 por 100 de la población del Planeta es responsable del 25 por 100 de las emisiones de gases de efecto invernadero.

2. POBLACIÓN Y SUBDESARROLLO

Los problemas de la Tierra son diversos, son complejos y presentan facetas que deben ser cuidadosamente analizadas y evaluadas en sus diferentes posibilidades de evolución.

Un primer problema es el que se relaciona con la propia población. Hace dos mil años la Tierra tenía 100 millones de habitantes. Hace mil años llegó a los 350 millones. A mediados de la primera década del siglo XXI estamos aproximándonos a los 7.000 millones. Es decir, en el último milenio la población del Planeta se ha multiplicado por 18. Evidentemente esta evolución tiene efectos de todo tipo para los equilibrios sociales y económicos y plantea cuestiones que deben tener respuestas bien fundadas. ¿Vamos a poder alimentar razonablemente a 7.000 u 8.000 millones de almas con nuestros actuales modelos socio-económicos? ¿Podemos hacerlo sin esquilmar las fuentes de recursos, sin agotar las capacidades hídricas y sin erosionar y arrasar las tierras? ¿Durante cuánto tiempo se podrá hacer? ¿Qué sucederá con los nuevos miles de millones de seres humanos que, a este ritmo, vendrán después de nosotros?

Prescindiendo del componente más o menos retórico o voluntarista que podamos dar a nuestras respuestas, de momento hay varios hechos concretos que podemos constatar: en la última mitad del siglo XX , como se recordaba en el Informe del Fondo de Población de Naciones Unidas de 1999, «el aumento de la población ha reducido la superficie mundial de producción de cereales por persona en un 50 por 100», al tiempo que «en muchos países, tanto desarrollados como menos desarrollados, la demanda de agua supera el volumen de suministro previsible», previéndose que en el año 2050 una persona de cada cuatro sufrirá escasez de agua.

El aumento de la población se conecta inevitablemente con diversas tendencias medioambientales que tienen que ver con la desaparición o el agotamiento de especies animales y vegetales, con la esquilmación de fondos marinos y bancos pesqueros y con una progresiva deforestación de amplias zonas del Planeta. Casi la mitad de los bosques que cubrían la Tierra ya han desaparecido. Solamente entre 1980 y 1995 «se perdieron más de 200 millones de hectáreas de bosque» (2), es decir, una extensión superior a la de España, Portugal, Francia, Alemania e Italia en su conjunto. En el año 2004 se perdieron 26.130 kilómetros cuadrados de la selva amazónica, lo que representa una superficie superior a la de toda Galicia, siendo un 6 por 100 más que en el año anterior (3); esto supone que ya se ha alcanzado una deforestación del 17,5 por 100 de la selva amazónica, reputada como el pulmón del Planeta.

Los datos aportados por los últimos Informes sobre desarrollo humano del PNUD destacan un creciente desequilibrio entre consumo y medios naturales: en la segunda mitad del siglo XX el consumo de combustibles fósiles se multiplicó por cinco, la capturas marinas se cuadriplicaron, el consumo de agua dulce y de madera se duplicó, los niveles freáticos de agua cayeron peligrosamente y muchas pesquerías empiezan a estar esquilmadas -la más reciente en España la de la anchoa-, mientras que las emisiones de desechos en los países industrializados se han triplicado (4) .

Según los datos de Naciones Unidas, 1.197 millones de personas carecen de acceso a fuentes de agua y 2.742 no tienen saneamientos adecuados (5). El Informe del Worldwatch Institute de 2005 estima que en el «año 2015, cerca de 3.000 millones de personas -el 40 por 100 de la población mundial prevista para entonces- vivirán en países con stress hídrico, dado el crecimiento demográfico». Actualmente, «aproximadamente 1.400 millones de personas, casi todas en países en desarrollo, tienen que enfrentarse a problemas de fragilidad ambiental. De ellas, más de 500 millones viven en regiones áridas, más de 400 millones subsisten a duras penas en suelos de muy poca calidad, unos 200 millones de campesinos pequeños o sin tierra se ven obligados a cultivar laderas muy pendientes y 130 millones de personas viven en áreas ganadas a la selva o a otros ecosistemas forestales de gran fragilidad...». «Los procesos de desertización amenazan a 135 millones de personas...». «Más de 30 países-la mayoría en África y en Oriente Medio- se sitúan hoy por debajo del nivel mínimo conservador en cuanto a disponibilidad de tierras de labor [...], o de suministro renovable de agua» (6).

Esta situación está dando lugar a un nuevo fenómeno de «refugiados ambientales», cuya cifra en 2004 ha sido cifrada en 30 millones de personas por el Instituto Ambiental y de Recursos Naturales de El Cairo, habiéndose estimado por el PanelIntergubernamental de Cambio Climático que el número de refugiados medioambientales en el año 2050 podría elevarse a 150 millones de personas (7).

Las descompensaciones y problemas en el consumo y en la distribución de la población conforman un panorama paralelo de desequilibrios económicos y sociales.

Para el año 2025 los expertos de población de Naciones Unidas prevén que de los 8.000 millones de habitantes probables de la Tierra sólo 1.200 millones vivirán en los países desarrollados (un 15 por 100); de forma que, si no se hace algo para remediarlo, la explosión demográfica continuará estando asociada a la expansión de la pobreza y a situaciones de carencia y necesidad para un número creciente de personas.

De hecho, en 1960 el 70 por 100 de la población vivía en las zonas menos ricas del planeta, habiendo ascendido esta proporción a principios del siglo XXI al 80 por 100 (4.800 millones).

Las tendencias demográficas están dando lugar a un incremento de la población más joven en los países más pobres, en algunos de los cuales la edad media de vida aún se mantiene por debajo de los treinta y cinco/cuarenta años, en comparación con el doble que se está alcanzando en el mundo desarrollado (8) .

En contraste con las situaciones de pobreza, carencia y precarización laboral (550 millones de trabajadores ganan el equivalente a menos de un dólar diario) (9), la riqueza y el consumo tienden a concentrarse cada vez en menos manos y en los países más prósperos y privilegiados. El 20 por 100 más rico del planeta concentra el 86 por 100 de todo el consumo, mientras que el 20 por 100 más pobre sólo tiene el 1,3 por 100. El 20 por 100 más rico consume el 45 por 100 de toda la carne y pescado, el 58 por 100 de la energía, el 84 por 100 del papel y el 87 por 100 de los vehículos (10). Los Informes del PNUD han revelado, por ejemplo, que un niño nacido en el mundo desarrollado «agrega más al consumo y la contaminación» a lo largo de su vida que 30 ó 50 niños nacidos «en países poco desarrollados», mientras que a finales del siglo XX un hogar africano consumía menos que hace veinticinco años (11).

Los últimos Informes sobre desarrollo humano han proporcionado cifras muy expresivas sobre estas asimetrías de fondo, revelando, por ejemplo, que el 1 por 100 de la población más próspera del Planeta tiene una renta anual equivalente a la que recibe el 57 por 100 de la población más pobre y que solamente el 10 por 100 de la población más rica de la nación más desarrollada (los Estados Unidos de América) disfruta de tantos ingresos como el 43 por 100 más pobre de la población mundial (12).

3. HACIA UNA CRISIS DE BIODIVERSIDAD

Un segundo gran bloque de problemas globales se relaciona directamente con la vida y sus entornos. Se trata de una cuestión de gran alcance en cuya dinámica inciden factores que van desde la ya mencionada sobre-explotación de espacios naturales, al efecto invernadero, la deforestación, el agujero de ozono, los efectos de los aerosoles, las consecuencias del uso de venenos y plaguicidas, así como otros fenómenos críticos vinculados a diversas actuaciones sobre el medio poco cuidadosas y escasamente meditadas. Pondérense como se ponderen las conexiones causales y los efectos de estos fenómenos, lo cierto es que se están encendiendo señales de alarma sobre los riesgos de extinción de un número considerable de especies vivas. Los especialistas consignan que estamos evolucionando a un ritmo de 27.000 especies desaparecidas cada año, es decir, 74 cada día, tres cada hora (13) , lo cual supone una tasa que nos situaría ante una de las grandes extinciones que han tenido lugar ahora en la Tierra. La que está ocurriendo ahora (debido en gran parte a la mano del hombre) podría ser (es) la sexta gran extinción, posiblemente una de las más vertiginosas que se han conocido nunca, lo cual puede plantear una auténtica crisis de biodiversidad (14).

Como subrayan los expertos, «la extrapolación de las cifras obtenidas por biólogos al calcular los ritmos actuales de extinción supone que el 30 por 100 de todas las especies actuales conocidas podría haberse extinguido a mediados de nuestro siglo» (15).

¿Se están exagerando los riesgos? ¿Se están amplificando las cifras? ¿Están realmente relacionados los hechos observados con la acción del hombre? Las controversias podrán mantenerse, con mayor o menor solvencia, durante el tiempo que se quiera, pero lo cierto es que algunos hechos y tendencias parecen incontrovertibles: la acción humana está alterando de manera «importante» el ambiente global: la utilización intensiva de combustibles fósiles y la deforestación «han incrementado la concentración de dióxido de carbono en un 30 por 100 en los tres últimos siglos (especialmente en los últimos cuarenta años); se ha duplicado la concentración de metano y otros gases que contribuyen al calentamiento global; la fijación de nitrógeno para fertilizantes y otras actividades es más del doble de la fijación biológica natural; se ha transformado entre el 40 y el 50 por 100 de la superficie terrestre libre de hielos; dominamos directa o indirectamente en torno a un tercio de la red primaria de productividad continental, y aprovechamos peces que son el 8 por 100 de la productividad oceánica. Usamos el 54 por 100 del agua dulce disponible (que puede ascender al 70 por 100 en el 2050) y finalmente la movilidad humana ha transportado organismos a través de barreras geográficas» (16).

La acción de la mano del hombre sobre el Planeta Tierra ha llegado a ser muy potente, muy decisiva. El problema es que en ese despliegue tan poderoso no tenemos claro cuáles son, o debieran ser, los mecanismos adecuados de regulación y control, ni cuál es el sentido de nuestro papel. ¿Se va a poder regular todo adecuadamente con las leyes del mercado? ¿Se podrán lograr los equilibrios necesarios con las actuales estructuras de poder, o con el referente de una estructura de valores heredada en gran parte del ciclo de evolución de las sociedades agrarias? ¿Debemos vernos -y entendernos- a nosotros mismos como huéspedes cuidadosos de este Planeta, o como dueños y señores poderosos y prepotentes de él? Políticos influyentes como Al Gore plantearon con claridad, hace ya algunos años, estos dilemas y problemas «¿Somos tan únicos y poderosos como para separarnos por completo de la Tierra?» -se preguntaba Al Gore en 1992-. Desde una perspectiva ecológica -respondía- «no se puede tratar a la Tierra como un elemento separado de la civilización humana [...] Y si nos negamos a admitir que la parte humana de la naturaleza ejerce una influencia cada vez más poderosa sobre los demás- y que somos, al fin y al cabo, una fuerza natural como los insectos y las mareas- no seremos capaces de comprender que representamos una seria amenaza para el equilibrio del Planeta» (17).

Quizás el problema estriba, como ha subrayado Wilson, en que «el éxito demográfico humano ha conducido al mundo a una crisis de biodiversidad. Los seres humanos se han hecho cien veces más numerosos que cualquier otro animal terrestre de tamaño comparable en la historia de la vida. Se mida como se mida -sostendrá Wilson- la humanidad es ecológicamente anormal. Nuestra especie se apropia de entre el 20 y el 40 por 100 de la energía solar captada en forma orgánica por las plantas terrestres. No hay forma alguna de aprovechar hasta este punto los recursos del Planeta, sin reducir drásticamente el estado de la mayoría de las demás especies» (18).

4. RECURSOS Y ENERGÍA

En tercer lugar, sin agotar el tema, está el problema de la manera en la que estamos disponiendo de los recursos naturales, especialmente los energéticos. Lo más llamativo en este campo es el consumo masivo y derrochador que se está haciendo de los combustibles fósiles, que recuerda el proceder ostentoso y un tanto avasallador y descuidado de los nuevos ricos, que quieren usar y controlar todo de manera instantánea.

El consumo de petróleo, que aporta el 40 por 100 de la energía total utilizada, lleva creciendo varios años al 2 por 100, casi el doble que en las últimas décadas, concentrándose la mayor parte de los consumos en unos pocos países. Estados Unidos, por ejemplo, con el 4,7 por 100 de la población mundial concentra el 24,9 por 100 del consumo mundial, sumando los 18 países más ricos del Planeta la mitad de todo el consumo, a pesar de representar sólo el 12 por 100 de la población total.

¿Para cuánto tiempo queda petróleo al ritmo actual de consumo (y aumentando)?

Aunque parezca increíble no se dispone de estimaciones fiables compartidas.

Los «pesimistas» sostienen que ya hemos pasado el ecuador de los recursos existentes, en tanto que los «optimistas» afirman que «sólo» (?) hemos consumido un tercio del petróleo disponible. De ahí que los cálculos sobre la duración de las disponibilidades -al ritmo actual- oscilen entre treinta y sesenta años, situándose en una posición intermedia el Informe de British Petroleum de 2004, que fijaba el horizonte terminal en cuarenta y un años. Es decir, en realidad, tanto para unos como para otros, prácticamente estamos entre una pequeñez en términos de tiempos históricos y plazos socio-económicos. De ahí las incertidumbres energéticas y económicas que se pueden abrir en un futuro no lejano, si no se hacen previsiones alternativas. Y de ahí, también, todas las tensiones políticas y militares que se están generando en torno al control mundial del petróleo.

Esta evolución se produce en un contexto en el que buena parte de la política oficial de los Gobiernos determinantes se hace de espaldas a los problemas globales de la Tierra, como si no existieran o no fueran relevantes ni inmediatos. Los grupos dominantes no sólo son insensibles a muchos de estos problemas, sino que permanecen ciegos ante la realidad, sin entender que la Política de la Tierra es también una cuestión de realismo y de rigor.

El problema, muchas veces, es que la indiferencia egoísta y alicorta de los poderosos, que viven con tal opulencia desmedida y descuidada que recuerda la célebre fábula de las cigarras y las hormigas, ha contagiado a muy diversos ambientes políticos y comunicacionales, desde los que se intenta ubicar los problemas de las Políticas de la Tierra fuera de la agenda de las cuestiones oficiales y reputadas como «serias». «¡Cosas de ecologistas y melenudos!» -se dice con desprecio insensato.

5. CONTRADICCIONES CULTURALES

Los hechos tozudos están ahí, a la vuelta de la esquina. Mientras tanto, los jóvenes de los países ricos continúan educándose en una cultura de individualismo cerrado, de minusvaloración de los ámbitos de lo común y de hiperconsumismo sin límites, como si hubiera petróleo y recursos sin límites y para siempre, como si dispusiéramos de artilugios domésticos y de consumo de todo tipo y atracciones y lujos sin fin. Ni en las más exageradas fábulas sobre las «Jaujas» de nuestros abuelos se pudo imaginar tan enorme e inacabable cuerno de la abundancia. Nunca antes unas generaciones fueron educadas en unas expectativas consumistas más desmedidas, sin tener en cuenta que, muy verosímilmente, los niños y los jóvenes que ahora están en las escuelas van a vivir a lo largo de su vida uno de los mayores contrastes con la dureza de los hechos que se han conocido en la historia.

¿Resulta realista pensar que los adolescentes hiperconsumistas y derrochadores que están hoy en las escuelas van a poder llegar a la edad de cincuenta o sesenta años disponiendo de todo sin límites? O en el caso de que pensemos que pueden llegar a dicha edad con tales disponibilidades ilimitadas, ¿qué precio político y social habrá que pagar por ello? En el mundo de nuestros días tenemos ya bastantes datos que nos ilustran sobre cuál puede ser ese precio, y los peligros que conlleva. Si nos atenemos a los estudios sobre las «huellas ecológicas» que implican algunos niveles de consumo, como ha analizado Weizsäcker entre otros (19) , al final descubrimos la verdadera función que cumplen algunos de los actuales sistemas y estados de desigualdad mundial, revelando que para que unos pocos vivan muy bien es preciso que muchos vivan mal. Si todos disfrutáramos del nivel de consumo de un americano medio (norteamericano o canadiense) se necesitaría el equivalente a seis planetas como la Tierra, o cuatro en el caso de los actuales niveles medios de consumo de los europeos. Es decir, en el contexto actual, en la Tierra no hay recursos suficientes para que todos podamos vivir de esa manera. Ahí está, pues, una de las razones -en sus complejas interdependencias- de los 842 millones de hambrientos y los 2.800 millones de pobres mundiales que tienen que sobrevivir con el equivalente a menos de dos dólares diarios.

Aquí es precisamente donde radica la gran contradicción cultural de fondo de nuestro tiempo y el principal riesgo de una crisis de civilización, que puede tener efectos más nocivos a medio plazo que los famosos «choques de civilizaciones», cuyo espantajo utilizan los neoconservadores apocalípticos para provocar temores y rechazos interesados.

La problemática en torno a las políticas de la Tierra nos remite, pues, a algo muy directo e inmediato para todos. Algo, sin embargo, ante lo que frecuentemente se opera como si apenas nos concerniera, como si fuera un ámbito lejano y diferente, al que nos enfrentamos desde la óptica de una distorsión mental general, que lleva a entender el medio natural y sus condiciones como un mero espacio para la conquista, el control y la explotación. En nuestro tiempo cada vez se hacen más explícitas las disfunciones culturales de las concepciones que ven la Tierra como un medio distinto, y a veces hostil, frente a una supuesta naturaleza humana narcisistamente diferenciada y antagonizada, que nos lleva a ver la Tierra como un espacio al que hay que domeñar, explotar y poner a nuestro servicio, no importa cómo, ni a qué precio.

En el fondo, en un plazo no lejano nos podemos encontrar ante un grave problema de desadaptación cultural de fondo. Nuestra civilización industrial y tecnológica hunde sus raíces en una cultura exaltadora de los valores de la competitividad, la agresividad, el individualismo cerrado, el inmediatismo consumista, la privatización y la comercialización extrema de todo, en la que apenas se ha dejado espacio para el papel de lo común, de lo público, de lo armonizado con lo natural, y con las visiones a medio y largo plazo que son imprescindibles para abordar cuestiones como las que aquí estamos planteando.

La manera insensible y extrema de proceder, influida por la actual mentalidad economicista predominante, puede acabar resultando globalmente disfuncional, como ya se está viendo, de cara a mantener los necesarios equilibrios sociales, territoriales y medioambientales. Una cultura que enfatiza tanto el productivismo depredador, el hiper-individualismo egoísta y cegato, el enclaustramiento privatizador («mi casa es mi castillo») y las visiones alicortas, puede quedar desarmada para hacer frente a problemas y dilemas que requieren de ópticas globales, de mayores énfasis en lo común, de mayor atención a los criterios de armonía y equilibrio, de solidaridad interterritorial e intergeneracional y de nuevas ópticas de cálculo histórico y de comprensión de los calendarios vitales de fondo, que en realidad deben entenderse de manera mucho más dilatada en el tiempo. Y de forma claramente integrada (20).

Este es posiblemente uno de los mayores riesgos a los que puede enfrentarse nuestra orgullosa y prepotente civilización, paradójicamente, en uno de los momentos de aparente mayor éxito y de afirmación -vía imitación- entre otras culturas del Planeta.

Hoy Oriente mira a Occidente y lo imita miméticamente, a veces en lo peor. Mientras tanto, en Occidente no sabemos valorar aquellos aspectos de la cultura oriental y de su pensamiento tradicional que llevaban a prestar más atención a las necesidades de equilibrio y a valorar en mayor grado la armonía con el medio natural. En Occidente, y por extensión ahora en casi todo el mundo, las tierras, los árboles, las plantas, los animales, los recursos de los fondos marinos quedan reducidos a la mera condición de mercancías, y su valor es entendido prácticamente en exclusiva como un bien de uso e intercambio. No se entienden como algo valioso en sí mismo, como ocurría en antiguas concepciones tradicionales y en otras cosmovisiones orientales.

6. LA CULTURA DE LA TIERRA

Los excesos de las orientaciones culturales depredadoras, privatistas y antagonizantes, en su degradación hiperindividualista y caricaturesca, se están manifestando en múltiples planos, dando lugar a situaciones extremas.

Las rígidas diferenciaciones establecidas por la cultura dominante entre el ámbito de lo privado y los espacios de lo público y lo común se están traduciendo en dos modos totalmente antagónicos de proceder en unos y otros espacios. En nuestros hogares, en aquello que consideramos como más propio, a ninguno se nos ocurriría tirar todo tipo de basuras por los suelos o los rincones, a nadie en su sano juicio le daría por trocear los muebles para utilizarlos como combustible, no arrancaríamos las plantas sin control, no llenaríamos las estancias de humos y gases tóxicos..., como si esto fuera lo más natural.

¿Por qué hacemos, pues, en la Tierra lo que nunca haríamos en nuestros hogares? ¿No revela este proceder dual y disparatado que algo está fallando en nuestras estructuras mentales y culturales?

«La Tierra -clamaba Weizsäcker en un libro ya clásico sobre el tema- merece que la tomemos como nuestro hogar. Todas las culturas saben que el hogar no se destruye» (21).

Para hacer frente con mayor eficacia a muchos de los retos de un futuro inmediato se necesita, pues, una nueva «cultura de la Tierra», enraizada en una amplia perspectiva histórica y cultural, que pueda sentar las bases de una civilización capaz de vivir en mayor armonía con su medio natural y que nos permita entender a todos que la principal y más urgente alianza es una «Alianza con la Tierra». Identificar aquellos componentes económicos, políticos y culturales que impiden que todos lleguemos a conclusiones tan elementales como ésta debe ser una de las prioridades actuales del pensamiento crítico.

En nuestras sociedades existen, sin duda, muchos problemas y contradicciones de diferente signo. Y no todo se puede reducir al común denominador de los problemas del Planeta. Pero, sin embargo, cada vez se hace más evidente que la raíz de nuestros problemas, en sus conexiones mutuas, puede estar en una forma parcial y desfasada de hacer frente a las cuestiones políticas desde la inercia de enfoques y de estructuras de identidad propias de otras épocas, en las que aún no se habían explicitado suficientemente las grandes cuestiones de la nueva agenda política.

La humanidad ha avanzado en muchos campos a través de un camino de progreso no exento de contradicciones y peligros. Hasta ahora, y especialmente en los dos últimos siglos, hemos sido capaces de hacer frente a retos importantes. Ahora uno de los retos principales concierne a nuestro propio hábitat global y a la exigencia de desarrollar una visión cultural y una estructura de valores a nivel global que resulte más adecuada a las exigencias del contexto. Es decir, lo que se necesita es una ética y una cultura de la Tierra que ayude a sobrevivir a nuestra civilización, preservándola de los riesgos de deterioro en su propia base vital. Y todo ello salvando las actuales divisiones -y antagonismos- entre naciones, razas, religiones, ideologías y cosmovisiones. Lo que se va a requerir en los próximos años para superar el riesgo de una crisis ecológica no es un poder hegemónico y absoluto, probablemente imposible y ciertamente indeseable, sino una nueva cultura de la Tierra que permita poner en común los intereses y necesidades en los que coincidimos como especie, y como esperanza de proyecto de humanización, de la que nuestros descendientes puedan sentirse dignamente herederos. Si se reflexiona despacio, ¿alguien puede sostener en serio que todos estos asuntos referidos a las Políticas de la Tierra no nos conciernen a todos, moral y políticamente? ¿Acaso no nos remiten a una necesidad común del género humano?

Esta necesidad cada vez se hará más explícita, ya sea por una vía de reflexión y análisis positivo, ya desde la perspectiva de un «egoísmo inteligente y calculador» que acabará propiciando reacciones defensivas de carácter vital. Por ello, hay que esperar que la conjunción de los análisis racionales y la activación -a tiempo- de nuestro instinto de conservación como especie nos lleve a una nueva maduración cultural, desde unas coordenadas de acción política y económica en las que pueda entenderse con claridad que las políticas ecológicas -amén de solucionar o reenfocar otras necesidades perentorias- también pueden ofrecer vías y estímulos adicionales para crear riqueza y abrir nuevos yacimientos de empleo.

Por ello, para empezar a rectificar, lo primero que debe hacerse es recuperar la capacidad para poner firmemente los pies en el suelo, mirar sin prejuicios y con intensidad alrededor y ser capaces de entender que la Tierra es nuestra casa común y nuestro bien más preciado, que debemos preservar antes que nada. O si queremos decirlo de manera más rotunda, tenemos que comprender que la Tierra es nuestra verdadera patria, o si se prefiere nuestra matria, como pensaban los antiguos. El debate sobre estas cuestiones debe abordarse con rigor, con objetividad, con fundamento científico, desde ópticas plurales y, sobre todo, desde la convicción de que existe un amplio espacio para la esperanza. La historia reciente de la humanidad demuestra que, desde los inicios del impulso reformador de la democracia y del pensamiento racional, en poco tiempo hemos avanzado positivamente hacia sistemas democráticos de convivencia, hemos desarrollado estructuras económicas eficientes, hemos articulado modelos de bienestar social y de solidaridad pública en los países más avanzados y estamos poniendo en marcha una revolución científico-tecnológica que abre extraordinarias posibilidades de emancipación y progreso para la humanidad.

Tenemos medios técnicos y científicos, tenemos recursos humanos y materiales y tenemos capacidad analítica. Por ello, si todo este potencial lo dinamizamos con voluntad política clara y con propuestas bien fundadas, es evidente que existen grandes posibilidades de salir adelante y llevar a la práctica una auténtica Política de la Tierra.

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